Tripp Mickle, Cade Metz, Mike Isaac y Karen Weise
19 dic 2023
Divididos por el liderazgo de Sam Altman, los miembros de la junta y los ejecutivos de la empresa protagonizaron una confrontación que dejó al descubierto las grietas en el corazón de la tecnología.
Hacia el mediodía del 17 de noviembre, Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, se conectó a una videollamada desde un lujoso hotel de Las Vegas. Estaba en la ciudad por la carrera inaugural de Fórmula 1, que había atraído a 315.000 visitantes, entre ellos Rihanna y Kylie Minogue.
Altman, quien había llevado el éxito del chatbot ChatGPT de OpenAI al estrellato personal más allá del mundo de la tecnología, tenía una reunión programada ese día con Ilya Sutskever, científico jefe de la empresa emergente de inteligencia artificial. Cuando empezó la llamada, sin embargo, Altman vio que Sutskever no estaba solo: estaba flanqueado por los tres miembros independientes de la junta directiva de OpenAI.
Al instante, Altman supo que algo estaba mal.
Sin que Altman lo supiera, Sutskever y los tres miembros de la junta llevaban meses conversando. Creían que Altman había sido deshonesto y que no debía seguir dirigiendo una empresa que impulsaba la carrera de la inteligencia artificial. La tarde anterior, en una videollamada secreta, los miembros de la junta votaron uno por uno a favor de la salida de Altman de OpenAI.
Ahora, le estaban dando la noticia. Conmocionado por su despido de la empresa que había ayudado a fundar, Altman preguntó: “¿Cómo puedo ayudar?”. Los integrantes de la junta lo instaron a apoyar a un director ejecutivo interino. Él les aseguró que lo haría.
A las pocas horas, Altman cambió de opinión y le declaró la guerra a la junta de Open AI.
Su destitución fue la culminación de años de tensiones latentes en OpenAI, que confrontaron a quienes estaban alarmados por el poder de la IA con quienes veían en la tecnología una oportunidad única de obtener beneficios y prestigio. A medida que se profundizaban las divisiones, los líderes de la organización se enfrentaban entre sí. Esto desembocó en una pelea en la sala de reuniones que acabó demostrando quién tiene la sartén por el mango en el futuro desarrollo de la IA: la élite tecnológica de Silicon Valley y los grandes intereses empresariales.
El drama envolvió a Microsoft, que se había comprometido a aportar 13.000 millones de dólares a OpenAI e intervino para proteger su inversión. Muchos altos ejecutivos e inversionistas de Silicon Valley, incluido el director ejecutivo de Airbnb, también se movilizaron para apoyar a Altman.
Algunos contraatacaron desde la mansión de 27 millones de dólares que Altman tiene en el barrio de Russian Hill de San Francisco, presionando a través de las redes sociales y expresando su descontento en mensajes privados, según entrevistas con más de 25 personas con conocimiento de los hechos. Muchas de sus conversaciones y los detalles de sus enfrentamientos no se habían divulgado antes.
En el centro de la tormenta estaba Altman, un multimillonario de 38 años. A Altman, vegetariano que cría ganado y líder tecnológico con escasa formación en ingeniería, lo mueve más el ansia de poder que el dinero, según un antiguo mentor. Y aunque se convirtió en el rostro público de la inteligencia artificial, encantando a jefes de Estado con predicciones sobre los efectos positivos de la tecnología, en privado indignó a quienes creían que ignoraba sus peligros potenciales.
El caos de OpenAI ha suscitado nuevas preguntas sobre las personas y empresas que están detrás de la revolución de la inteligencia artificial. Si la principal empresa emergente de IA del mundo puede hundirse con tanta facilidad en una crisis debido a un comportamiento maledicente y a ideas escurridizas sobre malas prácticas, ¿se puede confiar en ella para desarrollar una tecnología que puede tener efectos incalculables sobre miles de millones de personas?
“El aura de invulnerabilidad de OpenAI se ha tambaleado”, dijo Andrew Ng, profesor de Stanford que ayudó a fundar los laboratorios de inteligencia artificial de Google y del gigante tecnológico chino Baidu.
Una mezcla incendiaria
Desde el momento de su creación en 2015, OpenAI estaba preparada para la combustión.
El laboratorio de San Francisco fue fundado por Elon Musk, Altman, Sutskever y otras nueve personas. Su objetivo era construir sistemas de IA para beneficiar a toda la humanidad. A diferencia de la mayoría de las empresas tecnológicas emergentes, se fundó como una organización sin fines de lucro con una junta directiva responsable de garantizar el cumplimiento de su misión.
La junta estaba formada por personas con filosofías opuestas sobre la IA. Por un lado, estaban quienes se preocupaban por los peligros de la IA, incluido Musk, quien abandonó OpenAI enfadado en 2018. En el otro lado, estaban Altman y quienes se centraban más en los beneficios potenciales de la tecnología.
En 2019, Altman —quien tenía contactos en Silicon Valley como presidente de la incubadora de empresas emergentes Y Combinator— se convirtió en director ejecutivo de OpenAI. Solo poseería una pequeña participación en la empresa emergente.
“¿Por qué trabaja en algo que no lo hará más rico? Una respuesta es que mucha gente hace eso una vez que tiene suficiente dinero, probablemente el caso de Sam”, dijo Paul Graham, uno de los fundadores de Y Combinator y mentor de Altman. “La otra es que le gusta el poder”.
Altman cambió rápidamente la dirección de OpenAI mediante la creación de una filial con fines de lucro y recaudando 1000 millones de dólares de Microsoft, lo que generó preguntas sobre cómo funcionaría eso con la misión de la junta de tener una inteligencia artificial segura.
A principios de este año, la junta de OpenAI se redujo de nueve a seis personas. Tres de ellos (Altman, Sutskever y Greg Brockman, presidente de OpenAI) eran fundadores del laboratorio. Los demás eran miembros independientes.
Helen Toner, directora de estrategia del Centro de Seguridad y Tecnologías Emergentes de la Universidad de Georgetown, formaba parte de la comunidad de altruismo eficaz que cree que la IA podría algún día destruir a la humanidad. Adam D’Angelo llevaba tiempo trabajando con la IA como director general del sitio web de preguntas y respuestas Quora. Tasha McCauley, científica adjunta de Corporación RAND, había trabajado en cuestiones de política y gobernanza de la tecnología y la IA e impartido clases en Singularity University, llamada así como referencia al momento en que las máquinas ya no puedan ser controladas por sus creadores.
Los unía la preocupación de que la IA pudiera llegar a ser más inteligente que los humanos.
Las tensiones aumentan
Después de que OpenAI presentara ChatGPT el año pasado, la junta se volvió más inquieta.
A medida que millones de personas utilizaban el chatbot para escribir cartas de amor e intercambiar ideas sobre ensayos finales universitarios, Altman acaparaba la atención. Comenzó a aparecer con Satya Nadella, director ejecutivo de Microsoft, en eventos tecnológicos. Se reunió con el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y se embarcó en una gira mundial por 21 ciudades, codeándose con líderes como Narendra Modi, el primer ministro de India.
Sin embargo, mientras Altman elevaba el perfil de OpenAI, a algunos integrantes de la junta les preocupaba que el éxito de ChatGPT fuera contrario a la creación de una IA segura, según dos personas familiarizadas con lo que pensaban.
Sus preocupaciones se agravaron cuando se enfrentaron a Altman en los últimos meses sobre quién debería ocupar los tres puestos vacantes de la junta.
En septiembre, Altman se reunió con inversionistas en Medio Oriente para hablar de un proyecto de chips de inteligencia artificial. A la junta le preocupaba que no compartiera con ellos todos sus planes, afirmaron tres personas familiarizadas con el asunto.
Sutskever, de 37 años, pionero de la IA moderna, estaba particularmente disgustado. Temía que la tecnología pudiera acabar con la humanidad. También creía que Altman estaba hablando mal de la junta con los ejecutivos de OpenAI, dijeron dos personas con conocimiento de la situación. Otros empleados también se habían quejado con la junta sobre el comportamiento de Altman.
En octubre, Altman ascendió a otro investigador de OpenAI al mismo nivel que Sutskever, quien lo consideró un desaire. Sutskever comunicó a varios miembros de la junta que podría renunciar, según dos personas conocedoras del asunto. La junta interpretó la medida como un ultimátum para elegir entre él y Altman, dijeron las personas.
El abogado de Sutskever dijo que era “rotundamente falso” que hubiera amenazado con renunciar.
Otro conflicto estalló en octubre, cuando Toner publicó un artículo titulado “Decodificación de intenciones: inteligencia artificial y señales costosas”, en su centro de estudios de Georgetown. En él, ella y sus coautores elogiaban a Anthropic, rival de OpenAI, por retrasar el lanzamiento de un producto y evitar los “frenéticos recortes que el lanzamiento de ChatGPT parecía estimular”.
Altman se mostró contrariado, sobre todo porque la Comisión Federal de Comercio había empezado a investigar la recopilación de datos de OpenAI. Llamó a Toner y le dijo que su artículo “podría causar problemas”.
El documento era meramente académico, dijo Toner, y ofreció escribir una disculpa a la junta de OpenAI. Altman aceptó. Más tarde envió un correo electrónico a los ejecutivos de OpenAI, diciéndoles que había reprendido a Toner.
“No sentí que estuviéramos en la misma página sobre el daño de todo esto”, escribió.
Altman llamó a otros miembros de la junta y les dijo que McCauley quería que Toner fuera destituida de la junta, dijeron personas con conocimiento de las conversaciones. Cuando los miembros de la junta le preguntaron más tarde a McCauley si eso era cierto, ella dijo que era “absolutamente falso”.
“Esto difiere significativamente de lo que Sam recuerda de estas conversaciones”, dijo una portavoz de OpenAI, añadiendo que la compañía esperaba una revisión independiente de lo ocurrido.
Algunos miembros de la junta directiva creían que Altman intentaba enfrentarlos entre sí. El mes pasado decidieron actuar.
El 16 de noviembre, desde Washington, Los Ángeles y la bahía de San Francisco, votaron por la destitución de Altman. El abogado externo de OpenAI les aconsejó que limitaran lo que dijeran públicamente sobre la destitución.
Actuaron con rapidez y en secreto, temiendo que Altman se enterara de su plan y reuniera a su red en su contra.
¿Qué hizo Sam?
Cuando se reveló la noticia del despido de Altman, el 17 de noviembre, un mensaje de texto se envió en un grupo privado de WhatsApp con más de cien directores ejecutivos de empresas de Silicon Valley, entre ellos Mark Zuckerberg, de Meta, y Drew Houston, de Dropbox.
“Sam está fuera”, decía el mensaje.
El hilo estalló de inmediato con preguntas: ¿qué hizo Sam?
En Microsoft, el mayor inversionista de OpenAI, se hacían esa misma pregunta. Mientras despedían a Altman, Kevin Scott, director de tecnología de Microsoft, recibió una llamada de Mira Murati, directora de tecnología de OpenAI. Le dijo que en cuestión de minutos, la junta de OpenAI anunciaría que había despedido a Altman y que ella era la directora ejecutiva interina.
Scott le pidió de inmediato a alguien de la sede de Microsoft en Redmond, Washington, que sacara a Nadella, el presidente ejecutivo, de una reunión con altos ejecutivos. Sorprendido, Nadella llamó a Murati para conocer los motivos de la junta de OpenAI, dijeron tres personas con conocimiento de la llamada. Mediante un comunicado, la junta directiva de OpenAI se limitó a decir que Altman “no fue consistentemente franco en sus comunicaciones con la junta” con la junta. Murati no tenía respuestas.
Entonces, Nadella le llamó a D’Angelo, el principal director independiente de OpenAI. ¿Qué podría haber hecho Altman?, preguntó Nadella, para que la junta actuara de manera tan abrupta. ¿Había hecho algo inaceptable?
“No”, respondió D’Angelo, hablando en términos generales. Nadella seguía confundido.
Invirtiendo los papeles
Poco después de la destitución de Altman de OpenAI, un amigo se puso en contacto con él. Era Brian Chesky, director ejecutivo de Airbnb.
Chesky le preguntó a Altman qué podía hacer para ayudar. Altman, quien todavía estaba en Las Vegas, dijo que quería hablar.
Se habían conocido en 2009 en Y Combinator. Cuando hablaron el 17 de noviembre, Chesky lanzó una serie de preguntas a Altman sobre por qué la junta de OpenAI lo había despedido. Altman dijo que tenía tantas dudas como los demás.
Al mismo tiempo, los empleados de OpenAI exigían detalles. Esa tarde, la junta telefoneó para hablar con uno 15 ejecutivos de OpenAI, que se agolpaban en una sala de conferencias de las oficinas de la empresa en San Francisco, ubicadas en una antigua fábrica de mayonesa en el barrio de Mission.
Los miembros dijeron que Altman le había mentido a la junta, pero que no podían dar más detalles por razones legales.
“Esto es un golpe de Estado”, gritó un empleado.
Jason Kwon, director de estrategia de OpenAI, acusó a la junta de violar sus responsabilidades fiduciarias. “Su deber no es dejar que la empresa muera”, señaló, según dos personas con conocimiento de la reunión.
Toner respondió: “La destrucción de la empresa podría ser coherente con la misión de la junta”.
Los ejecutivos de OpenAI insistieron en que la junta dimitiera esa noche o todos se irían. Brockman, de 35 años, presidente de OpenAI, ya había renunciado.
Ese respaldo le dio nuevas armas a Altman. Consideró crear una nueva empresa emergente, pero Chesky y Ron Conway, un inversionista y amigo de Silicon Valley, lo animaron a pensarlo bien.
“Deberías estar dispuesto a luchar al menos un poco más”, le dijo Chesky.
Altman decidió recuperar lo que consideraba suyo.
Presión a la junta directiva
Tras volar de regreso de Las Vegas, Altman se despertó el 18 de noviembre en su casa de San Francisco, con vistas panorámicas de la isla de Alcatraz. Poco antes de las 8 a. m., sonó su teléfono. Eran D’Angelo y McCauley.
Los miembros de la junta estaban nerviosos por la reunión del día anterior con los ejecutivos de OpenAI. Los clientes estaban pensando en pasarse a plataformas rivales. Google ya estaba intentando atraer a los mejores talentos, según dos personas con conocimiento de esos esfuerzos.
D’Angelo y McCauley pidieron a Altman que les ayudara a estabilizar la empresa.
Ese día, más de dos decenas de simpatizantes se presentaron en casa de Altman para presionar a la junta de OpenAI para que lo reincorporara. Ubicaron sus laptops en las superficies de mármol blanco de la cocina y se repartieron por la sala. Murati se unió a ellos y comunicó a la junta que no podía seguir siendo directora ejecutiva interina.
Para aprovechar la vulnerabilidad de la junta, Altman publicó en X: “quiero tanto a los empleados de openai”. Murati y decenas de empleados respondieron con emojis de corazones de colores.
Incluso cuando la junta se planteó traer de vuelta a Altman, quiso concesiones. Eso incluía la incorporación de nuevos miembros que pudieran controlar a Altman. La junta alentó la incorporación de Bret Taylor, expresidente de Twitter, quien rápidamente se ganó la aprobación de todos y aceptó ayudar a las partes a negociar. Como garantía, la junta también buscó otro director ejecutivo interino en caso de que las conversaciones con Altman no funcionaran.
Para entonces, Altman había reunido más aliados. Nadella, ahora seguro de que Altman no era culpable de mala conducta, lo apoyó con todo el peso de Microsoft.
En una llamada con Altman ese día, Nadella propuso otra idea. ¿Y si Altman se unía a Microsoft? La empresa, valorada en 2,8 billones de dólares, tenía la potencia en computación para cualquier cosa que quisiera construir.
Altman tenía ahora dos opciones: negociar un regreso a OpenAI en sus propios términos o llevarse el talento de OpenAI con él a Microsoft.
La junta directiva se mantiene firme
El 19 de noviembre, Altman estaba tan seguro de que volvería a ser nombrado director ejecutivo que él y sus aliados dieron un plazo a la junta: dimitir antes de las 10 a. m. o todos se irían.
Altman fue a la oficina de OpenAI para estar presente cuando se anunciara su regreso. Brockman también se presentó con su esposa, Anna. (La pareja se había casado en la oficina de OpenAI en una ceremonia de 2019 oficiada por Sutskever. El portador del anillo fue una mano robótica).
Para llegar a un acuerdo, Toner, McCauley y D’Angelo comenzaron un día de reuniones desde sus hogares. Dijeron que estaban abiertos a la vuelta de Altman si podían ponerse de acuerdo sobre los nuevos integrantes de la junta.
Altman y los suyos propusieron a Penny Pritzker, secretaria de Comercio del presidente Barack Obama; Diane Greene, fundadora de la empresa de software VMware; y otros. Pero Altman y la junta no se pusieron de acuerdo y discutieron sobre si él debía volver a formar parte de la junta de OpenAI y si un bufete de abogados debía realizar una revisión de su liderazgo.
Sin ningún acuerdo en el panorama, los miembros de la junta le comunicaron a Murati esa noche que nombraban como director ejecutivo interino a Emmett Shear, fundador de Twitch, un servicio de retransmisión de video propiedad de Amazon. Shear era partidario de desarrollar la inteligencia artificial de forma lenta y segura.
Altman, sin dar crédito a lo que había pasado, abandonó la oficina de OpenAI. “Me voy a Microsoft”, le dijo a Chesky y a otros.
Esa noche, Shear visitó las oficinas de OpenAI y convocó una reunión de empleados. El canal de Slack de la empresa se llenó de emojis de manos con el dedo del medio levantado.
Solo se presentaron una decena de trabajadores, incluido Sutskever. En el vestíbulo, Anna Brockman se le acercó llorando. Lo tomó del brazo y lo instó a reconsiderar la destitución de Altman. Él miraba, inexpresivo.
Saliendo del conflicto
A las 4:30 a. m. del 20 de noviembre, D’Angelo despertó debido a una llamada telefónica de un empleado asustado de OpenAI. Si D’Angelo no abandonaba la junta directiva en los próximos 30 minutos, la empresa se hundiría.
D’Angelo colgó. Se dio cuenta de que en las últimas horas las cosas habían empeorado.
Justo antes de medianoche, Nadella había publicado en X que iba a contratar a Altman y Brockman para dirigir un laboratorio en Microsoft. Había invitado a otros empleados de OpenAI a unirse.
Esa mañana, más de 700 de los 770 empleados de OpenAI también habían firmado una carta diciendo que podrían irse con Altman a Microsoft a menos que la junta dimitiera.
En la carta destacaba un nombre: Sutskever, quien había cambiado de bando. “Lamento profundamente mi participación en las acciones de la junta”, escribió en X esa mañana.
La viabilidad de OpenAI estaba en entredicho. Los miembros de la junta no tenían más opción que negociar.
Para salir del impasse, D’Angelo y Altman hablaron al día siguiente. D’Angelo sugirió para la junta al exsecretario del Tesoro Lawrence Summers, profesor en Harvard. A Altman le gustó la idea.
Desde su casa en Boston, Summers habló con D’Angelo, Altman, Nadella y otros. Cada uno de ellos le pidió su opinión sobre la inteligencia artificial y la gestión, mientras que él le preguntó por el caos de OpenAI. Dijo que quería estar seguro de poder desempeñar el papel de intermediario.
La incorporación de Summers obligó a Altman a abandonar su petición de un puesto en la junta y a aceptar una investigación independiente sobre su liderazgo y despido.
Al final del 21 de noviembre, tenían un acuerdo. Altman volvería como director ejecutivo, pero no a la junta. Summers, D’Angelo y Taylor serían miembros de la junta y Microsoft acabaría incorporándose como observador sin derecho de voto. Toner, McCauley y Sutskever dejarían la junta.
La segunda semana de diciembre, Altman y algunos de sus asesores seguían echando humo. Querían que se limpiara su nombre.
“¿Tienes un plan B para acabar con la suposición de que te van a despedir? No es sano ni cierto”, le dijo Conway a Altman en un mensaje de texto.
Altman dijo que estaba trabajando con la junta de OpenAI: “En realidad, quieren que no se hable de eso, pero creo que es importante abordarlo pronto”.
Fuente:
Mickle, T., Metz, C., Isaac, M., & Weise, K. (2023, 19 diciembre). ¿Qué sucedió durante la crisis de OpenAI? The New York Times. https://www.nytimes.com/es/2023/12/19/espanol/inteligencia-artificial-openai-crisis.html